Puequeño homenaje a Marco Antonio
(Este es un texto que escribí hace tres años y que quier compartir con ustedes ahora que los ojos de la opinión pública vuelve los ojos —en algunos casos, de mala manera— a los estilistas, pues ha muerto el mejor de todos)
Me gustan las peluquerías porque son una versión moderna y democrática del arte por encargo. Me gustan porque siempre sales oliendo rico y fresco, porque ves al mundo desde un idiota egocentrismo capilar, sintiéndote portador de una perfección efímera y frágil como la de una pieza de origami. Me gustan las peluquerías por José, mi sobrio estilista experto en capas, en degradés, en mechones calculadamente casuales: un hombre sabio en lograr la apariencia de controlado desorden que imponen los tiempos. Me gustan las peluquerías porque uno se relaciona con ellas como las mujeres se relacionan con los hombres: uno elige cuándo y con quién. En cambio, la visita obligada a la peluquería se incrusta en los traumas de la infancia, en esa imagen arquetípica ‘tijera versus rebeldía’: una vez fui a la base de la Fuerza Aérea del Perú para tramitar mi libreta militar, y un teniente muy malo me llevó a la fuerza a la peluquería del lugar (un lúgubre cuarto blanco) solo porque yo tenía el pelo largo, y me aferré a la puerta gritando como quien defiende la patria. Me gustan porque estudié en un colegio donde permitían que uno se dejara crecer el cabello largo muy largo, y así, largo muy largo, lo tuve mientras fui adolescente, y descubrí tarde y bien el discreto encanto de ser mutilado con amor. Me gustan porque una vez vi a una vedette que era públicamente buscada por la policía, sentada de lo más cómoda a dos metros mío leyendo una revista, y supe entonces que las peluquerías son lugares seguros. Me gustan porque cuando era adolescente había una conductora de televisión muy lacia y muy linda a la que yo veía puntualmente todos los sábados por la noche, y un día ella decidió raparse todo el cabello de golpe, y yo pensé por primera vez en mi vida en la importancia de no tocarse la cabeza si uno no tiene cerca de un peluquero profesional. Me gustan porque me recuerdan cuando era niño y buscaba la silla con el caballito blanco, y mi papá lo sabía y por eso esperábamos mucho tiempo hasta encontrar una silla libre, y aunque salía de allí con una triste raya al costado, todavía escucho al hombre de blanco diciéndome que debía volver el mes siguiente, y los pelitos en el cuello que pican y no se irán nunca a pesar de la escobilla con talco: aquel era el único ritual pagado que parecía útil. Me gustan las peluquerías por los geles que me recomienda José. Boy Toy’s, Redken, Paul Mitchell, todos caros y olorosos, todos húmedos y fríos como el beso de un caracol. Me gustan porque una vez fui de urgencia a mi peluquería y no encontré a José pero sí al jefe de José, Marco Antonio, un estilista que todos conocen y que siempre anda con sus divas, con sus misses, con sus actrices, pero que ese día me atendió a mí: supe entonces que su fama tenía que ver más con las yemas de sus dedos —y los divinos masajes que podían prodigar— que con las tijeras. Me gustan las peluquerías porque cuando salgo de una mi cabeza se convierte en un juguete nuevo para mi novia, algo tocable, acariciable, desordenable, algo que provoca en ella una risa inquieta e infantil, como la de un niño sentado en un caballito de mentira.