Cuando Marco Antonio me cortó el pelo
Solo una vez Marco Antonio me cortó el pelo. Fue en 2002, en una época muy loca en que me dio por comer ensaladas hasta adelgazar como un palo y así, flaco y divino, recorrer la ciudad escoltando a la fotógrafa de sociales de la revista en la que trabajaba como joven cronista. Fue ella quien una noche me llevó, casi de la mano, a la peluquería de Marco Antonio. Aquello era parte de una serie de afinamientos estéticos que ella creyó oportuno realizar en mí, algo así como el hoy famoso extreme makeover que incluía tips de moda (colores, prendas, cortes de sacos y casacas), recomendaciones gastronómicas —alejarse de vulgaridades como el arroz chaufa—, la pertinencia de ciertas colonias olorosas y hasta nociones elementales de cata de vino. Ella decía que no me faltaba estilo, sino “información”. Todo fue espontáneo. No es que mi amiga me hubiera hecho un programa o que yo se lo hubiera pedido. Simplemente, las recomendaciones iban saliendo y así, una noche, llegamos al local de Marco Antonio.
No me atendió él la primera vez, sino José, quien a la larga se volvería mi estilista oficial. José me inició en el mundo de las ceras y mousses para pelo, una afición que no dejo hasta hoy, a pesar de que me obliga a pagar un dinero que no tengo. Un día, fui a visitar a José sin llamar antes y él no había ido a trabajar. Entonces me atendió Marco, que justo pasaba por ahí con ese andar presuroso tan suyo, tan eléctrico: un topo urbano condenado a cavar agujeros por donde escabullirse de la atiborrada agenda de la ciudad. Una criatura tan escurridiza que parecía estar en todas partes y, al mismo tiempo, en ninguna.
Pero ese día estaba conmigo y sin cita previa. De vez en cuando, es chévere sentirse Marina Mora.
Aún recuerdo su rostro mirándome desde arriba (yo sentado), los movimientos rotundos de su mentón cuando alzaba o bajaba la cabeza, descubriendo cosas en la imagen que de mí devolvía el espejo que teníamos enfrente. Mientras hacía cortes con las tijeras, me daba masajes con las yemas de los dedos en el cráneo e iba diciéndome que estaba loco si pensaba quitarme el cerquillo (mi idea inicial). También recuerdo que, pasado un rato, se dio cuenta de algo que solo ciertas mujeres muy sensibles han notado y me lo dijo en voz alta:
—Tus pestañas son tan largas que chocan contra tus lentes.
(Creo que me sonrojé).
Al día siguiente, en la redacción revista, un amigo me dijo al verme: “¿Qué pasó, Robles, una vaca te lamió el pelo?”.
La siguiente vez que lo vi, fue cuando escribía un reportaje sobre el maquillador italiano Enzo Vitale. Lo llamé como fuente pero Marco resultó ser discreto, demasiado discreto para alguien que llevaba pantalones apretados de cuero y camisas con manchas de leopardo. Marco no lanzó el menor conato de chisme: Vitale es un buen tipo, no puedo decir nada más. En cambio, dijo algo que hasta ahora resuena en mi mente como un eco:
—Deberías contar mi vida. Yo tengo una historiaaaa….
No le presté atención pues me parecía demasiado estridente como para retratarlo en una crónica larga. Por esos días, se me hacía más un hedonista cualquiera arrastrado tempranamente por las aguas faranduleras que un empresario hecho a sí mismo con eso que llaman visión.
Fue un mal cálculo, por supuesto. No lo digo porque hoy su biografía venda, sino porque su muerte solo puede explicarse por una vida compleja que merecía narrase.
Hace dos meses, lo vi en la fiesta inauguración de La Mula. Me extrañé de encontrarlo allí pero nos saludamos como viejos conocidos. Me dijo que quería abordar algunos asuntos conmigo y confirmó con sus dedos diminutos que tenía mi número en su Blackberry —su Blackberry—. Le dije que llame cuando quiera, que encantado lo ayudaría.
Semanas más tarde, reí al ver una foto suya en un suplemento sobre mascotas que sacó la revista Etiqueta Negra. Allí, Marco Antonio le hacía un extreme makeover a un simpático perrito blanco. Hombre de extremos y estridencias, Marco dejó al animal fucsia de pies a cabeza. Marco reía en el reportaje y yo pensaba que había sido un error dejar al perro en manos de un hombre como él: los canes no tienen vanidad y a Marco le sobra. Dejé la revista a un lado.
Y fue entonces cuando abrí la ventana de Internet mecánicamente y vi lo que todos ustedes saben. Dije “no” y me sumé a la incredulidad general. Quise creer que era un twitero irresponsable, rebotado por un aún más irresponsable periodista. Pero no. La noticia era esa. Lo que me vino a la mente fue estúpido, pero cabal: “Mañana, Lima amanecerá despeinada”.